Hace diez años, yo era un escritor relativamente conocido. Durante quince años me había dedicado al ejercicio de la abogacía, había llegado a ocupar puestos de algún relieve en el mundo de la empresa, pero llevaba treinta años dedicado exclusivamente al mundo de la literatura. Uno de mis libros habría de cambiarme la vida, una novela infantil, Cucho, con el que había obtenido, entre otros, el Premio Barco de Vapor.
Andaba yo en 2001 con mi vida tranquila, colaborando en revistas, dando conferencias y ocupándome de mi familia (tengo nueve hijos, veintiún nietos y un biznieto), cuando recibí una carta de Rasami Krisanamis, profesora de español de la Universidad de Chulalonghorn, en Bangkok (Tailandia): me pedía permiso para traducir Cucho al tailandés, y me decía que no podía pagarme derechos de autor ya que lo dedicaría a actividades sin ánimo de lucro. Le cedí los derechos, pero he de reconocer que no por generosidad, sino por pereza: si ya me costaba cobrar derechos en Francia, que está a la vuelta de la esquina, ¡cómo cobrarlos en un país que estaba prácticamente en las antípodas!